La tierra amanecía por el 1400, en la sedienta llanura y en medio de inmensos montes cerrados de madera y espinas. Era un islote fermentado en verano, recorrido por hombres y mujeres venidos del norte. Hijos, emigrados, desterrados en una tierra de nadie. Bajaron del pedernal asesino, violento, imperial y esclavista del Cuzco incaico. Eran los desterrados del primer imperio. No bajaron solos, ahí nomás les habían impuesto su lengua y habíanles sometido la suya propia.
Después bajaron también ellos, eran la resurrección del sulfuro, cargado en los caños de sus fusileros. Traían en sus carnes las pestes de la Europa y venían a instalar una nueva perfidia en la selva azul que luego llamarían Santiago. Hombres de pelo en las mejillas, mujeres cubiertas con telas desde el cuello a los pies, bestias inmensas que caminaban en 4 patas, trajeron serpientes que escupían fuego y muerte. Las bestias pisaban la hierba fermentada del día y mataban sin ley ni necesidad, solo por matar.
Una nueva pestilencia invadía las calladas orillas del miski y del cachi mayu. Estaban enfermos de codicia, querían oro, plata, riqueza. Encarcelaron, encomendaron, mitaron, violaron y asesinaron sin piedad detrás de su ordalía de sangre; obsesionados con las osas que nunca vimos y que ellos llamaban riqueza y poder.
Cinco siglos duro el exterminio, y aún sigue. Luego de haber esclavizado a los negros, de haberlos cruzado y vuelto a cruzar, de haberse perpetuado en la sangre mezclada de sus hijos naturales, además de someter a la bestia de carga, también condenando al carguío y a la cadena a su propia descendencia. Nadie se salvó de semejante humillación que duró -y dura- 500 años.
Miles de nosotros murieron. Ha sido uno de los más espantosos genocidios. Sobre el acidulado hedor de la sangre incendiada, que se eleva como el humo subiendo, se edificó el formidable muro de una casta gobernante enriquecida en la locura prensil de su garra, exprimiendo las costillas de 50 generaciones de esclavos, mitayos, encomenderos, cosecheros, peones y servidumbre: carne de raza vencida que apenas si alcanzó a vestir sus santos con ropaje y piel morena, que resiste en su viejo idioma imperial, y que guarda un orgullo ancestral que la "educación publica" pisotea diariamente, hablando a escondidas y en forma culposa la lengua de sus padres y los padres de sus padres: es la noche despierta de siglos, el manantial encadenado que se filtra en los genes, en la reproducción asustada y vigilante, la raza que no mató la codicia del dinero.
Todo probaron. Ponernos de carne de cañón en la guerra, la epidemia, el chagas, la tuberculosis, la lepra, la migración a las grandes ciudades, el peonaje y la cosecha, los fertilizantes y los inoculantes de los grandes campos de soja y maíz transgénico, el dengue, la gripe A , la miseria y la exclusión social; 16 de cada mil morimos al nacer.
Es el tributo que nuestra cultura le sigue pagando al dios capitalismo. La casta no tiene freno, sigue presente en esta inmensa polvareda de azufre, ahora nos vende las drogas que curan las enfermedades que ellos mismos trajeron y nos contagiaron, avanza la casta, penetra en nuestros campos, nos vuelve a la edad de la encomienda, y nos llevan al desflore catamarqueño, en la altura en medio de chacras de 4 metros, devorados por los insectos y la humedad pestilente de la química, rociándonos con los buitres que mean tóxicos sobre nuestros lomos; metiéndonos hasta el cuello en el arandano entrerriano, en la papa pampeana y su tierra negra en la que vamos dejando los riñones y la columna. Así nos vamos muriendo y nos vamos reproduciendo, sin darles el gusto; porque no hay que darles el gusto, porque algún día vamos a despertar. Dejaremos de hablar la lengua del viejo imperio, saldremos corriendo de las casas humilladas en las que habitamos con la miseria, abriremos las puertas de las escuelas y los hospitales, recobraremos la tierra, hoy en manos de los gusanos de inmobiliaria que lucran con la destrucción de los bosques, la muerte de los pájaros y la extinción del campesino: esa será nuestra resurrección. Un día, nuestros ranchos dormidos van a despertar.
Después bajaron también ellos, eran la resurrección del sulfuro, cargado en los caños de sus fusileros. Traían en sus carnes las pestes de la Europa y venían a instalar una nueva perfidia en la selva azul que luego llamarían Santiago. Hombres de pelo en las mejillas, mujeres cubiertas con telas desde el cuello a los pies, bestias inmensas que caminaban en 4 patas, trajeron serpientes que escupían fuego y muerte. Las bestias pisaban la hierba fermentada del día y mataban sin ley ni necesidad, solo por matar.
Una nueva pestilencia invadía las calladas orillas del miski y del cachi mayu. Estaban enfermos de codicia, querían oro, plata, riqueza. Encarcelaron, encomendaron, mitaron, violaron y asesinaron sin piedad detrás de su ordalía de sangre; obsesionados con las osas que nunca vimos y que ellos llamaban riqueza y poder.
Cinco siglos duro el exterminio, y aún sigue. Luego de haber esclavizado a los negros, de haberlos cruzado y vuelto a cruzar, de haberse perpetuado en la sangre mezclada de sus hijos naturales, además de someter a la bestia de carga, también condenando al carguío y a la cadena a su propia descendencia. Nadie se salvó de semejante humillación que duró -y dura- 500 años.
Miles de nosotros murieron. Ha sido uno de los más espantosos genocidios. Sobre el acidulado hedor de la sangre incendiada, que se eleva como el humo subiendo, se edificó el formidable muro de una casta gobernante enriquecida en la locura prensil de su garra, exprimiendo las costillas de 50 generaciones de esclavos, mitayos, encomenderos, cosecheros, peones y servidumbre: carne de raza vencida que apenas si alcanzó a vestir sus santos con ropaje y piel morena, que resiste en su viejo idioma imperial, y que guarda un orgullo ancestral que la "educación publica" pisotea diariamente, hablando a escondidas y en forma culposa la lengua de sus padres y los padres de sus padres: es la noche despierta de siglos, el manantial encadenado que se filtra en los genes, en la reproducción asustada y vigilante, la raza que no mató la codicia del dinero.
Todo probaron. Ponernos de carne de cañón en la guerra, la epidemia, el chagas, la tuberculosis, la lepra, la migración a las grandes ciudades, el peonaje y la cosecha, los fertilizantes y los inoculantes de los grandes campos de soja y maíz transgénico, el dengue, la gripe A , la miseria y la exclusión social; 16 de cada mil morimos al nacer.
Es el tributo que nuestra cultura le sigue pagando al dios capitalismo. La casta no tiene freno, sigue presente en esta inmensa polvareda de azufre, ahora nos vende las drogas que curan las enfermedades que ellos mismos trajeron y nos contagiaron, avanza la casta, penetra en nuestros campos, nos vuelve a la edad de la encomienda, y nos llevan al desflore catamarqueño, en la altura en medio de chacras de 4 metros, devorados por los insectos y la humedad pestilente de la química, rociándonos con los buitres que mean tóxicos sobre nuestros lomos; metiéndonos hasta el cuello en el arandano entrerriano, en la papa pampeana y su tierra negra en la que vamos dejando los riñones y la columna. Así nos vamos muriendo y nos vamos reproduciendo, sin darles el gusto; porque no hay que darles el gusto, porque algún día vamos a despertar. Dejaremos de hablar la lengua del viejo imperio, saldremos corriendo de las casas humilladas en las que habitamos con la miseria, abriremos las puertas de las escuelas y los hospitales, recobraremos la tierra, hoy en manos de los gusanos de inmobiliaria que lucran con la destrucción de los bosques, la muerte de los pájaros y la extinción del campesino: esa será nuestra resurrección. Un día, nuestros ranchos dormidos van a despertar.
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