Monte adentro de Santiago del Estero, vivir es sólo un verbo.Los burritos son lentos, el camino es largo y en los campamentos de la picada 7 la tierra sedienta se resquebraja al paso de los animales. Un adolescente y sus hermanitos menores apuran la zorra cargada con dos tachos de 200 litros de agua enfilando monte adentro. Allí venden el preciado líquido a los agobiados hacheros que clandestinamente talan los montes para sobrevivir.Una silenciosa historia de vida protagonizada por una madre y sus 12 hijos se desarrolla a la orilla del Canal de Dios, allí donde el camino angosto es un tajo que abre las entrañas del monte hacia los confines del departamento Copo, donde la gente subsiste como puede, condicionada a la naturaleza.Jorge Rubén Sandoval es el mayor de los doce retoños, tiene 16 años y trabaja ayudado por sus dos únicos hermanos varones. -“Nueve son chancletas”-, me comenta orgullos la matrona, Lidia Ladina Domínguez, mientras refriega sus manos en un arrugado delantal de cocina otrora pintado con flores amarillas. Todos los días, a partir de las 5 de la mañana, Jorge, Abel y David atan los dos asnos a la zorra, cargan agua del Canal de Dios en los tachos y emprenden camino hacia los campamentos. Ironías del lenguaje: un canal que lleva el nombre del Creador, recorre gran parte del infierno santiagueño. Andan y desandan 21 kilómetros que, en la espesura silenciosa del jarillal, resultan una eternidad insondable.La familia Sandoval, en el mercadeo elemental que ayuda a su subsistencia, cumple un rol fundamental; casi existencial: poner un jarro de lata con agua en las rugosas manos de los que - a diario- laceran con el hacha la savia del campo.Doblados por el peso del rudimentario elemento, como pidiendo perdón a la naturaleza vuelven al trueque, tal vez desafiando al modelo económico que los devolvió al medioevo. Un jarro de agua puede valer un cuartito de yerba mate o cuatro cucharadas grandes de azúcar. Un buen precio allí, donde hasta un grano de arroz vale más que el oro del Perú.La explotación en la zona está prohibida y los controles de Gendarmería Nacional y de los guarda parques son implacables. -“A veces me hago ver a propósito, don”-, me dice a boca de jarro un lugareño que aparenta cargar sobre sus espaldas seis décadas de pobreza cuando, en realidad, sólo ha transitado cuatro de ellas. En algunas partes del mundo, los años del hombre se cuentan como los de los perros. El tiempo ignora que el bípedo más inteligente de la especie tiene derecho a tener alma. Un alma no se la niega a nadie desde que la Santa Iglesia tuvo el digno gesto de devolvérsela a cuatro o cinco indios que Colón había llevado enjaulados como retribución por los favores prestados a la reina de España.-“Es mejor estar preso, porque al menos no falta el mate cocido. Otras veces, sería mejor estar muerto, ¿sabe?”-, dice don Julián, por su porte o tal vez tan sólo Julián por su tránsito cronológico en las entrañas de Santiago. Una confesión devastadora, amenazante, como el ojo del hacha que brilla bajo el implacable sol del norte. La niñez perdida, esa que no conoce de potreros ni de yutos desafiando al infinito; aquella que vive en parajes olvidados por Papá Noel y en los que a fuerza de miseria el ratón Pérez no recoge dientes de leche, devuelve al hombre a su condición de ser humano, aquella que le pretende ser negada desde siempre. Unos pequeños y un poco de agua, hacen de la vida un milagro cotidiano y le ganan la partida al desafío de subsistir en el infierno. Allá, donde hasta el más corajudo funcionario se delata un timorato portador de promesas siempre incumplidas.
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